Historia de la Revista de Ciencias Penales

OCHO DÉCADAS DE LA REVISTA DE CIENCIAS PENALES Y DEL INSTITUTO DE CIENCIAS PENALES. 1935-2015: HITOS Y TESTIMONIOS *

A mediados de la década de los años treinta, en Chile estaban en preparación diversas reformas a los códigos Penal y de Procedimiento Penal. Para impulsarlas, se constituyó una comisión integrada por académicos y abogados, además de representantes del Poder Judicial. En tanto, el Gobierno de Arturo Alessandri Palma anunciaba su intención de reorganizar el sistema carcelario a fin de reforzar el objetivo de “reeducación y readaptación social” de los reclusos, lo cual involucraba que próximamente se presentaría al Congreso Nacional un proyecto de Ley Orgánica de Prisiones. Este contemplaba crear el Instituto de Criminología y Clasificación, destinado al estudio de las características de la delincuencia y el modo de afrontarla. Por otra parte, la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de Chile había inaugurado el 3 de septiembre de 1934 el Seminario de Derecho Penal y Medicina Legal.

Muchas de estas acciones se explican en que en esos años predominaba, en el ámbito de la academia y en el ejercicio de la abogacía, una gran inquietud por modernizar el derecho y situarlo a la par del prestigioso quehacer profesional europeo. En ese contexto, estaba en curso una importante reforma a la enseñanza de esa disciplina. El acceso a nuevas publicaciones extranjeras y al conocimiento –cada vez más de primera mano– de la realidad de naciones más desarrolladas, había favorecido una mayor conciencia acerca de la necesidad de la señalada modernización. Un ejemplo de eso es que el trabajo de la citada comisión de especialistas fue efectivo. Tuvo gran significación y de él derivaría la Ley N° 9873, del 14 de abril de 1941, que modificó el Código Orgánico de Tribunales, el Código Penal y el Código de Procedimiento Penal.

El conjunto de esas iniciativas hacía evidente la necesidad de generar nuevas instancias de debate y colaboración entre los abogados penalistas, los académicos y las autoridades del ámbito de la justicia. Y a todo eso aludió la presentación que hizo de sí misma la Revista de Ciencias Penales en su primera edición, de marzo-abril de 1935, tras ser creada por la Dirección General de Prisiones[1],que encabezaba el abogado Manuel Jara Cristi, y por el Seminario creado el año anterior y dirigido por Gustavo Labatut Glena[2].En las páginas iniciales de su primer número mencionaba precisamente tales actividades, destacando que estas reflejaban que “el problema penal figura entre los primeros de la lista”.

Al asumir esa prioridad, la nueva publicación enunciaba su razón de ser. Como parte de ello, advertía la importancia de integrar diversas aproximaciones profesionales: “En estas circunstancias, el técnico, el estudioso de las disciplinas científicas que dicen relación con la criminalidad, no encuentra la tribuna adecuada donde pueda hacer oír su opinión. La prensa diaria no basta. Los múltiples trabajos de esta índole que se han publicado y se publican en diversas revistas científicas, por esa misma dispersión, no pueden pesar en la opinión y formar ambiente en forma deseable. Se hacía necesario crear el vínculo que diera unidad a esos esfuerzos”[3]. El texto remarcaba la importancia de que el Instituto y el Seminario lograran vincularse con los círculos científicos y dieran a conocer sus investigaciones, en lo cual podía prestar utilidad “una publicación que proporcionara a los abogados criminalistas y a los estudiosos de las ciencias que dicen relación con la criminalidad, los elementos que el diario estudio requiere. Los artículos de índole técnica o doctrinaria, la jurisprudencia penal, la estadística carcelaria, la legislación punitiva o preventiva con sus antecedentes y comentarios, debían ser publicados en múltiples y diversas fuentes”[4].

Esos párrafos iniciales pueden resultar en cierto modo clarificadores acerca de cuál era, en ese entonces, la visión predominante acerca de las tareas de las instituciones encargadas de la política penal: “La Dirección General de Prisiones no puede mantener un rol pasivo en la represión de la criminalidad. En último término, es a ella a quien corresponderá aplicar las nuevas medidas en estudio, en todo cuanto diga relación con el cumplimiento de las penas y la readaptación de los delincuentes. Bajo su directo e inmediato control se encuentran esos inmensos laboratorios humanos que constituyen los penales”. Añadía, en seguida, términos que daban cuenta de los criterios con que muchos de los penalistas de entonces afrontaban sus tareas, afirmando que “en sus manos coloca la sociedad a los sub-hombres (sic) que exige sean reintegrados con plena capacitación para la vida social o definitivamente segregados del grupo que sufre sus actividades nocivas, si no admiten redención. Consciente de la responsabilidad que sobre ella pesa, la Dirección General de Prisiones ha estimado que una revista, como la que hoy afronta el juicio público, constituye la aportación de un elemento de incuestionable valía a la satisfacción de las diversas necesidades que anteriormente se han enunciado y, alentada por la entusiasta acogida dispensada en los diversos círculos científicos previamente sondeados, resolvió dar realidad a esta iniciativa. Así nace la Revista de Ciencias Penales”[5].

 

TENDENCIA POSITIVISTA

 

A continuación, el decano de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de Chile, Arturo Alessandri Rodríguez[6],realizaba su propia presentación de la Revista y sus expresiones ratifican cómo en esos años predominaba la idea de que en Chile se vivían tiempos de cambio en el estudio y formulación de las leyes. Argumentaba que se observaba una “profunda transformación” en el derecho penal: el concepto del delito estaba mutando hacia una noción a la que le interesaba más el delincuente y la posibilidad de corregirlo, siendo esta una evolución que, si bien se había encarnado ya en textos preparados en nuestro país, “no se la ha divulgado por falta de una publicación adecuada”. Consideraba entonces que la nueva publicación debería apuntar a tal finalidad y que los penalistas que participen en ella deberían divulgar los principios modernos de la Ciencia Penal: “Contribuirán, así, a formar la conciencia pública acerca de la necesidad de una reforma fundamental de nuestros sistemas penales y a preparar el advenimiento de un régimen más humano, más científico y más en armonía con las realidades sociales (...). Si la Revista de Ciencias Penales logra esta finalidad, como estamos ciertos que ha de ocurrir, justificaría ampliamente su existencia y sus redactores habrían contribuido a realizar una obra de bien público”[7].

Desde esas primeras páginas se observaba la tendencia positivista criminológica que tendría la Revista en su primer tiempo. Lo señala el autor Jean Pierre Matus[8] cuando examina el discurso de Alessandri Rodríguez: “El Decano de la Facultad de Derecho da por ‘reemplazado’ el ‘concepto meramente objetivo del delito’, afirmando que ‘a la Ciencia Penal’ de la época ‘ya no le interesa el delito en cuanto institución jurídica, le interesa el delincuente, a quien es menester corregir y encauzar por la senda del bien’, la cual, a pesar de ser ‘conocida en Chile’ y ‘ampliamente difundida por nuestros profesores universitarios’, no se habría divulgado en ‘una publicación adecuada’. Y le atribuye, entonces, a la Revista de Ciencias Penales, realizar esa finalidad de ‘dar a conocer los modernos principios de la Ciencia Penal’”.

Matus añade que el vínculo de la publicación con ese enfoque positivista se explica también en que, “en los hechos, su ‘Dirección y Administración’ se radicaba en la Dirección General de Prisiones, cuyo entonces Director General, Manuel Jara Cristi, no ocultaba su obvio interés criminológico, atendida la función que desempeñaba”. En rigor, este profesional participaría en el Primer Congreso de Criminología, efectuado en Buenos Aires, en 1938[9]. En esa misma línea, Matus menciona que en la “Primera época” de la Revista (1935-1938, Tomos I a IV) predominaron los textos de tendencia positivista criminológica[10]. En rigor, en el Índice General del Tomo I, publicado en la edición número 5 de la Revista (que circuló fechada como noviembre-diciembre de 1935), se observa que en ese primer año predominaron artículos relacionados con criminología y medicina legal[11].

 

UN FORMATO CONSOLIDADO

 

En el primer ejemplar de esa “Primera época” no figura el nombre de su director ni se señala consejo de redacción alguno. Simplemente, en la portada se lee que la tarea de dirigir la Revista recaía en la Dirección General de Prisiones.

Esa primera portada –en un formato que se mantiene hasta hoy, cuando la Revista vive ya su “Sexta época”–exhibe un Sumario. Se indica que tras los textos de presentación se ofrecen seis artículos[12]; enseguida, en el ítem “Legislación”, el texto de tres leyes; en el de “Jurisprudencia”, siete comentarios a sentencias; en el de “Informes médicos-legales”, tres informes sobre un mismo caso de homicidio frustrado; en “Bibliografía”, una reseña sobre un texto acerca de la legítima defensa, y en la sección “Revista de revistas” síntesis de otras publicaciones y el “Catálogo de derecho penal y medicina legal” de la Biblioteca de Leyes de Santiago. Se añade un Informe presentado al Gobierno francés sobre la reorganización de la Sureté Generale. En la parte baja de esa portada, se lee: “Dirección General de Prisiones. Teatinos 86, Santiago. Suscripción anual... $ 20. Número suelto... $ 4”.

Durante ese primer año se publicaron cinco números bimestrales, cantidad anual que no se volvería a repetir en el futuro.

 

INSTITUTO DE CIENCIAS PENALES: EDICIÓN DE LA REVISTA

 

Un hito indudable en la historia de la Revista fue la creación el 12 de mayo de 1937 del Instituto de Ciencias Penales. Esta iniciativa obedeció a que los abogados penalistas que participaban en la publicación consideraron importante contar con una instancia en la que pudieran reunirse a intercambiar ideas y realizar conferencias académicas y de difusión.

Según se lee en la edición de mayo-agosto de 1937 de la Revista[13],el director del Instituto Nacional de Clasificación y Criminología, Israel Drapkin, y la máxima autoridad de la Dirección General de Prisiones, Manuel Jara Cristi, fueron quienes cursaron las invitaciones a la ceremonia de fundación del nuevo Instituto. En los tres artículos del Acta de Fundación de éste, se expresa que la entidad tendrá el objetivo de estudiar las Ciencias Penales “bajo todos sus aspectos y contribuir a su progreso, prestigio, conocimiento y vulgarización”. También, que se acordaba “dar a dicho Instituto un carácter científico, privado e independiente” y que se nombraba a ocho comisiones de seis integrantes cada una. La primera de ellas se estableció para preparar los estatutos de la naciente entidad y las restantes para estudiar materias referidas a Legislación, Estudios Bio-psicológicos, Regímenes Carcelarios, Delincuencia Infantil, Servicio Social, Alcoholismo, y Medicina Legal y Policía Técnica.

Se consigna que en otra sesión, efectuada el 9 de junio, la entidad había debatido y aprobado los estatutos sometidos a su consideración, y que se había elegido la primera directiva, cuya duración sería de un año. En ella fue presidente Raimundo del Río, vicepresidente Carlos Valdovinos y secretario Israel Drapkin, mientras que como directores se escogió a Valentín Brandau, Fernando Allende Navarro, Pedro Ortiz Muñoz y Daniel Schweitzer.

Pronto, Del Río debió presentar el Instituto a la Corte Suprema y al Ministro de Justicia, y lo hizo en un discurso en el que remarcó que la entidad que presidía tenía una deuda de gratitud con dos de sus impulsores, Israel Drapkin y Manuel Jara Cristi: “Un día, en nuestros recuerdos llenos de promesas y de luz, uno de esos hombres, creo que el más joven de ellos – la juventud tiene intuiciones que escapan a la madurez–, el doctor Drapkin, médico criminólogo y jefe del servicio respectivo, emprendió la tarea de reunir los componentes de nuestro grupo, y en el llamar puerta a puerta fue explicando sus ideas, creando intereses y conquistando voluntades, como esos frailes románticos que en la Edad Media fueran de señorío en señorío predicando la cruzada, encendiendo la fe y levantando los espíritus. Manuel Jara Cristi, el distinguido profesor y Director General de Prisiones, formalizó el llamado y nos ofreció, generoso, sus propias oficinas para empezar a actuar. Fue de su mesa de trabajo, cubierta aún por la labor del día, que salieron nuestras primeras actas y proyectos”. Al mencionar las tareas de la nueva entidad, Del Río expresó que “el Instituto de Ciencias Penales es una asociación científica, privada e independiente, sujeta a las leyes de la República (...). Son sus fines estudiar las ciencias penales en sus múltiples y variados aspectos: jurídico, biológico, económico y social (...), en suma, contribuir en la medida de sus fuerzas al progreso, conocimiento, prestigio y vulgarización de las ciencias penales en general (...). Queremos hacer ciencia por la ciencia, sin otras compensaciones ni halagos que los muy vastos de hacerla”[14].

Según la información que entonces se publicaba en cada número de la Revista, el Instituto fue presidido hasta 1941 por Del Río –debió abandonar el cargo para asumir como Ministro de Educación en el Gobierno de Pedro Aguirre Cerda– y, luego, por Luis Cousiño Mac Iver, quien a su vez fue sucedido en 1953 por Daniel Schweitzer S.

El Instituto asumió, en reemplazo de la Dirección General de Prisiones, el rol de entidad editora de la Revista a contar de 1941, cuando ésta inició su “Segunda época”. Las trayectorias de ambas instituciones se unen fuertemente. De hecho, a contar de dicho año, las actividades realizadas por la primera se expusieron permanentemente en las páginas de la segunda. Siempre dieron cuenta de las elecciones de sus directorios, de la acción de estos y de las conferencias y seminarios realizados.

 

LA “SEGUNDA ÉPOCA” Y LA LÍNEA DOGMÁTICA

 

Tras la edición correspondiente a noviembre-diciembre de 1938, cuando ya habían salido a circulación veintitrés números de la Revista, se interrumpió su publicación. La falta de financiamiento oportuno fue una de las razones para esa pausa.

La circulación se reanudó con la “Segunda época”, en su ejemplar de julio-septiembre de 1941, en el que no se ofrecieron mayores explicaciones sobre ese lapso de ausencia. Únicamente se señaló, en una primera página presentada sin título: “Inicia hoy la Revista de Ciencias Penales una nueva época. La explicación y análisis de las causas que determinaron la suspensión de sus ediciones no parece necesaria ya que ellas han sido superadas y, en las condiciones actuales, todo permite suponer que no habrán de volver a repetirse”[15]. Se expresa la intención de continuar con la tarea realizada en los tomos I a IV, publicados entre 1935 y 1938 –“nada, pues, habrá de cambiar en la dirección y los colaboradores”–, y se agradecía al Ministerio de Justicia, la Universidad de Chile, la Junta de Servicios Judiciales, el Consejo General de la Orden de Abogados “y a todos los que nos ayudaron para que la Revista pueda volver a publicarse”.

En los ejemplares de esa “Segunda época” aparece consignado el nombre de su director, lo que antes no se hacía: Abraham Drapkin –quien dirigía la publicación desde sus comienzos–, abogado perteneciente a la que ha sido conocida como la primera generación de la Dogmática chilena[16]: de hecho, este director había publicado en la Revista cinco artículos, tres de ellos de marcado corte dogmático[17].

Respecto de la línea que la publicación sostuvo desde entonces, Matus indica que, “al contrario del predominio de los artículos de corte positivista criminológico de su ‘Primera época’, a partir del primer tomo de su ‘Segunda época’ la mayor parte de sus artículos serían de corte dogmático”[18]. Añade que, salvo el caso del médico cirujano Luis Undurraga Correa –quien fue Director por algunas semanas en 1942– también pertenecieron a la línea dogmática los directores –todos ellos, de esta “Segunda época”–Abraham Drapkin (1941-1946), Pedro Ortiz Muñoz (1946-1947) –cuyo fallecimiento mientras ejercía el cargo provocó que no se publicara la Revista durante varios meses[19]–,Tomás Chadwick (1948-1950), Enrique Schepeler (1950-1052) y Álvaro Bunster (1952-1960).

 

UN NUEVO IMPULSO CON LA “TERCERA ÉPOCA”

 

En 1954 se abriría nuevamente un período de no publicación de la Revista, esta vez de dos años. Nuevamente, las dificultades económicas son una causa importante. El propio director, Álvaro Bunster, las menciona como tal en la página de presentación de la “Tercera época” que se inicia con la edición de enero-marzo de 1956. Sin embargo, pronto se viviría un hito importante, pues el 24 de octubre de este año se promulgaría la Ley Especial N° 12.265, que estableció que el Instituto recibiría los recursos obtenidos de los remates de los objetos decomisados y no reclamados. Tal fuente de financiamiento consolidó la tarea del Instituto y la edición y distribución de la Revista. Una expresión de lo anterior estuvo en el cambio de la sede inicial de Ahumada 141 a otra situada en Miraflores 945, equipada adecuadamente con salas y biblioteca[20].

En palabras de Matus, los esfuerzos materiales permitieron “a los ‘jóvenes’ de 1960 tener no solo un lugar de reunión y discusión, sino, sobre todo, el acceso a fuentes de las que los primeros dogmáticos carecían, incluyendo no solo la reciente producción iberoamericana, especialmente argentina y española, sino también la nueva literatura en alemán, italiano y francés”[21].

Posteriormente, la sede se trasladaría en 1965, definitivamente, al Edificio Pacífico de la calle Huérfanos Nº 1147, oficina 546. Al año siguiente, según se relata en la propia Revista, bajo la presidencia de Daniel Schweitzer esta oficina fue remozada con la intención de que su sala de lectura quedase “totalmente apta tanto por su tranquilidad como comodidad para el uso de los estudiantes, socios del Instituto y demás personas que tengan interés en las Ciencias Penales”[22]. En esas mismas páginas se ratificaba que “hace uso de nuestra biblioteca un importante número de estudiantes de derecho y profesionales”.

Un indicador del buen momento que el Instituto y la Revista vivían en esos años está, precisamente, en que la biblioteca alcanzó un fondo bibliográfico de gran importancia y de positivo impacto en la vida académica.

Uno de los gestores de esa fortaleza fue Eduardo Novoa Monreal, quien dirigió el Instituto entre 1959 y 1969. El nuevo Director se esforzó por lograr la mejor literatura posible, adquiriendo obras en España, Argentina, Alemania e Italia, y concretando suscripciones a revistas como el Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales, de España, la Zeitschriftfür die gesamteStrafrechtswissenschaft, de Alemania, y la Rivista italiana di diritto e procedura penale. La Revista de Ciencias Penales da cuenta de ese proceso en su habitual presentación de las Memorias del Instituto: en ellas se lee que en 1959, “con la llegada de todos los libros comprados en Argentina, que se encontraba pendiente”, los títulos registrados en la Biblioteca aumentaron de 446 a 995[23]. En 1967, en tanto, esas Memorias señalan que estos alcanzan a 4.478[24]. En la primera edición de ese año recién mencionado, se anunciaba además que arribaría un “importante número de obras adquiridas a España”, que se habían comprado colecciones de revistas relevantes –como Scuola Positiva y Rivista Italiana de Diritto e Procedura Penale– y que estaba por concluir “la confección de un catálogo por materias de la existencia bibliográfica del Instituto”[25]. Un aporte sustancial en este ámbito se produciría un par de años más tarde, cuando la Universidad de Leipzig entregase un importante fondo bibliográfico, en una donación hecha personalmente por su rector, Gerhard Winkler[26].

 

AÑOS DE AUGE

 

A partir de la década de los años cincuenta, predominó en Chile el debate sobre temas de índole dogmático, en una etapa en la que comenzaba paulatinamente a ser habitual que los abogados jóvenes concurrieran a cursar posgrados en universidades europeas. El Instituto de Ciencias Penales incrementó fuertemente su actividad, se fortaleció el contacto con la literatura extranjera y aumentó la frecuencia de las publicaciones locales. Ese proceso se consolidó de tal forma que durante los años sesenta y comienzos de los setenta se vivió lo que es ampliamente considerado como el período de mayor vigor del penalismo chileno, expresado en la calidad y la repercusión de las publicaciones de la Revista de Ciencias Penales.

Como expresa Héctor Hernández[27], en esos años destacaron artículos de autores reconocidos. Entre ellos, Álvaro Bunster, Eduardo Novoa Monreal, Luis Cousiño Mac Iver, Mario Garrido, Manuel Guzmán, Francisco Grisolía y Manuel de Rivacoba y Rivacoba, españoles estos dos últimos. Se sumaba el aporte de jóvenes investigadores, como Carlos Künsemüller, Eduardo Novoa Aldunate o Silvia Peña, entre otros. Años más tarde, el tratadista español Luis Jiménez de Asúa –figura relevante para el desarrollo del penalismo latinoamericano– tendría elocuentes expresiones de reconocimiento del nivel que por esos años alcanzaba el foro chileno: “Cuando en febrero de 1966 fui de nuevo a Santiago…hube de sorprenderme sobremanera al ver el cambio favorable de sus bibliotecas y de sus penalistas. Era un prodigioso salto hacia delante que ponía a su copioso arsenal de libros y a sus jóvenes estudiosos incluso por encima de los centros universitarios argentinos… pude medir el progreso que había hecho aquella mocedad penalista, tras perfeccionar sus conocimientos en Alemania, Italia y España. Podían manejar un material bibliográfico moderno en alemán, italiano, francés y español, ya que tanto el Instituto de Ciencias Penales como el Departamento de Derecho Penal de la Universidad, no habían reparado en gastos para atesorar los mejores libros y las colecciones de revistas especializadas”[28].Según un artículo publicado por Grisolía en la Revista de Ciencias Penales, cuando Jiménez de Asúa alude en este texto recién transcrito a “la mocedad penalista”, se refiere a Sergio Politoff, Alfredo Etcheberry, Sergio Yáñez, Luis Ortiz Quiroga, Jaime Vivanco, Enrique Cury, Juan Bustos, Luis Bates, Antonio Bascuñán V., Ricardo Rivadeneira, Felipe Amunátegui, Miguel Alex Schweitzer W., Marcelo Croxatto, Jaime Náquira y Jorge Mera[29].

 

CUARENTA Y DOS TOMOS EN SEIS DÉCADAS

 

Un aspecto a considerar es que el recién mencionado tratadista español, junto a su valoración de la Revista, lamentaba la irregularidad de su publicación. Matus, en su obra ya citada, menciona que esta situación se debió a tres causas esenciales: resultaba excesiva su pretensión de salir a circulación cada dos meses, los directores e integrantes de su cuerpo editorial destinaban tiempo importante de sus jornadas al ejercicio profesional y su financiamiento disminuyó luego de que Manuel Jara Cristi dejara su cargo de Director General de Prisiones[30].

Esa irregularidad se verifica en que únicamente en 1935 se cumplió el anunciado objetivo de publicar números bimestrales de la Revista: solo el Tomo I contó con ejemplares de esa periodicidad. Desde ahí en adelante, la frecuencia de publicación fue dispar. En los años treinta y cuarenta predominaron las ediciones trimestrales o cuatrimestrales. Las hubo incluso anuales– como en 1943, 1949 o 1953 – y en ciertos años no hubo publicaciones, como en 1939, 1940 o 1947, en este último año a raíz del fallecimiento de su director, Pedro Ortiz.

Un nuevo punto de apoyo fue la entrada en vigor de la citada Ley N° 12.265 y el respaldo prestado por la Editorial Jurídica de Chile[31]. Ambos factores contribuyeron a que entre 1960 y 1970 hubiera una mayor regularidad en las publicaciones. La frecuencia decaería tras el golpe de Estado de 1973 y a contar de 1978 el ritmo de aparición de la Revista se debilitaría significativamente hasta desaparecer en 1995, reapareciendo casi veinte años después en su actual “Sexta época”[32].

 

CONSOLIDACIÓN Y RELEVOS

 

Por encima de esas variaciones en su periodicidad, la Revista de Ciencias Penales mantuvo de modo consistente durante muchos años la publicación de trabajos académicos destacados, en tanto el Instituto organizaba conferencias de importancia. Todo esto era fortalecido por la iniciativa de Eduardo Novoa Monreal –desplegada desde la presidencia del Instituto de Ciencias Penales– de impulsar un Código Tipo para Latinoamérica, actividad que se prolongó por un par de décadas y a la cual se integraron numerosos penalistas chilenos. En los años sesenta se observó también un conjunto de proyectos de investigación, entre los cuales Matus destaca, a modo de ejemplo, el de “Repertorio de giros y voces de la legislación penal chilena”, encargado a Armando Uribe, y la traducción del Derecho Penal de Hans Welzel, realizada por Juan Bustos y Sergio Yáñez[33].

El conjunto de iniciativas de entonces generó entusiasmo en las jóvenes generaciones, atraídas también por la continuidad de charlas y seminarios organizados con presencia de figuras internacionales del derecho penal. Distintas exposiciones se realizaban mensualmente; los recursos disponibles permitían traer a figuras de renombre mundial y los auditorios se colmaban con facilidad.

La dirección de la Revista tuvo un cambio de significación en 1960. Su director, Álvaro Bunster, fue reemplazado ese año por un discípulo suyo, Alfredo Etcheberry, quien se mantendría en el cargo hasta 1966.Quienes trabajaron con él reconocen su aporte en la consolidación de la Revista, pues a su capacidad de trabajo añadió su efectividad para establecer procedimientos ordenados que “favorecieron mucho el cumplimiento de las metas”[34]. Respecto de ese cambio, Matus expresa que fue una señal de que se estaba “dando paso al relevo generacional” que se verificaría en esa década. Esto implicó que “la Revista sirvió para ‘preparar’ el terreno en que se desarrollaría la Nueva Dogmática Chilena, siendo considerada por Jiménez de Asúa como una de las más prestigiosas de Hispanoamérica”[35].

En congruencia con eso, algunos de los profesionales de mayor renombre fueron un referente para que nuevos abogados se sumaran. Uno de ellos fue Luis Ortiz Quiroga, quien –tras regresar de sus estudios de posgrado en Italia en 1958–, alentado por Álvaro Bunster, se integró a las actividades. Él testimonia que “había una tertulia permanente, una zona abierta para los penalistas que era una instancia muy rica de intercambio que contribuyó a darle vigor al Instituto”[36]. En esos tiempos no existían otras publicaciones de derecho penal, de manera que los estudiantes tenían la necesidad de ir a la biblioteca del Instituto, que en su tiempo era la mejor en América Latina y que se veía beneficiada por un buen sistema de intercambio de textos con España o Alemania. Allí tenían la oportunidad de dialogar con profesionales de gran trayectoria. Existía una sala donde se realizaban las sesiones de directorio y distintas reuniones informales de análisis de temas o de orientación a abogados jóvenes o a alumnos. Entre los trabajos que se asumían estaban las respuestas a las consultas formuladas desde las comisiones legislativas del Congreso Nacional durante las tramitaciones de los proyectos de ley.

Ortiz Quiroga fue uno de los abogados involucrados desde sus primeros años de ejercicio profesional con el Instituto y la actividad de coordinación de éste con la revista. Fue testigo, según cuenta, de cómo ambas instituciones conformaban un núcleo cultural abierto a la comunidad, en el que interactuaban jueces, actuarios y especialistas en los temas específicos del derecho penal. En su calidad de ayudante de Álvaro Bunster, debía reunir antecedentes que luego entregaba al Consejo de Redacción de la Revista, a fin de que se realizaran los análisis de jurisprudencia. El trabajo rutinario de la Revista derivaba de reuniones editoriales que a comienzos de los años sesenta eran quincenales. En ellas se ordenaba el contenido, se decidían los plazos y se acordaba si eran aprobados o rechazados los distintos artículos, “en un diálogo respetuoso de mucha amistad y respeto profesional. Quien redactaba el texto lo entregaba al consejo editorial, en donde se examinaba, en un ambiente profesional, amistoso, muy bien consensuado”[37].

En su primera edición de 1960, la Revista publicó información sobre las actividades que su Director y Consejo de Redacción impulsaban para fortalecer su impresión y difusión. Una medida fue establecer una cuota entre los socios. Además, se revitalizó el convenio de suscripción firmado en 1958 con la Junta de Servicios Judiciales y se optó por nombrar “un secretario de redacción remunerado y una planta permanente de redactores”, así como el pago de trabajos que se publiquen[38].De ese modo, en el ejemplar número 1 del año1960 se señala a Francisco Grisolía como “secretario de redacción”. En su desempeño en ese cargo, fue acompañado por los primeros “‘redactores permanentes’ remunerados, que eran Enrique Cury, Waldo Ortúzar, Armando Uribe y Jaime Vivanco”[39].

Más adelante, se adoptaron otras decisiones para el fortalecimiento de la publicación. En su edición de enero-abril de 1963 se señalaba que “para lograr la recuperación de la Revista y asegurar, al mismo tiempo, la futura regularidad cuatrimestral en su publicación, el Directorio ratificó la idea de mantener un cuerpo permanente de redactores remunerados. Este consejo se hará cargo de la preparación del material de doctrina jurídica y criminológica, selección y comentario de la jurisprudencia, reseñas bibliográficas y de todo el trabajo concerniente a la redacción de la Revista”. Y se informaba a continuación que el consejo está integrado por Alfredo Etcheberry, como presidente, y Francisco Grisolía como secretario de redacción, además de los redactores, a los que se añaden Antonio Bascuñán y Sergio Politoff[40]. Se agrega que “hay una positiva evaluación de la realización semanal de las reuniones de ese Consejo”.

En 1967 Grisolía ocupó la dirección – rol que desempeñaría hasta 1989– y Juan Bustos permaneció como secretario de redacción. En reemplazo del cargo de “redactor permanente” se crea el de “consejero de redacción”, asumiéndolo Sergio Politoff y Sergio Yáñez. Los antiguos redactores pasan a ser “colaboradores” y su lista se amplió en la misma medida en que se redujo la colaboración de cada uno de ellos en particular[41]. Esta estructura se mantuvo hasta 1970, cuando, con un renovado Directorio en el Instituto –encabezado por Miguel Schweitzer y Álvaro Bunster–, se estableció el nuevo cargo de “subsecretario de Redacción”.

Ese último rol fue asumido por Jorge Mera Figueroa, con lo cual comenzó a integrarse otra nueva generación de penalistas. Este abogado se integró a la Revista acompañando a Juan Bustos y Sergio Politoff, con quienes había compartido ya una trayectoria académica. A comienzos de la década de los setenta, en su labor de secretario de redacción, Mera – según relata – tuvo el rol de procesar continuos requerimientos de profesionales que querían publicar. Eran tiempos “en los que teníamos muchas veces que rechazar textos que no eran de la calidad que esperábamos”, como consecuencia de que existía un ambiente académico de excelencia que daba pie a una gran creación de artículos”[42]. El espacio destinado al análisis de jurisprudencia era muy tenido en cuenta por los miembros del Poder Judicial. Esas páginas eran virtualmente consideradas una instancia de fiscalización de la tarea de los jueces, y los redactores de la Revista tuvieron constancia de la preocupación que se advertía en los magistrados, quienes usualmente hacían comentarios sobre ellas.

Se mantenían las reuniones semanales de pauta, que durante un buen periodo se realizaron de siete de la tarde en adelante, usualmente por un lapso de dos horas. Se trataba de sesiones en las que el director Francisco Grisolía ordenaba la conversación, distribuyendo, en diálogo con los asistentes, la autoría de los textos que se querrían publicar. Se asignaban los comentarios que debían hacerse a los fallos judiciales de acuerdo a la índole de éstos, o bien a la experiencia de los participantes en el Consejo. También era habitual que si los participantes conocían a algún profesor que estaba trabajando en un texto determinado, proponían su nombre para invitarlo a colaborar en una edición siguiente. Quienes se involucraron en esa actividad expresan que entonces nunca faltó material para publicar y, de hecho, durante esos años siempre salieron a circulación los números que habían sido planificados.

Otro abogado que se integró a comienzos de los años setenta fue Carlos Künsemüller[43], por entonces un estudiante interesado en acceder a la biblioteca del Instituto. Su primera vinculación se concretó mediante una traducción de un texto en alemán que le solicitó uno de sus profesores. En su perspectiva, resultaba atractiva la opción de tomar contacto con académicos y abogados reconocidos, de manera que para los jóvenes profesionales era honroso participar junto con ellos en actividades del Instituto o en aportes a la Revista: “Ya ser mencionados en alguna página era un logro importante; no buscábamos más retribución que esa”[44].

 

AÑOS 70: DIÁLOGOS EN MEDIO DE LAS TENSIONES

 

Cuando asumió el Gobierno de la Unidad Popular en 1970, hubo una serie de cambios en la organización de los penalistas. Álvaro Bunster fue nombrado embajador en Inglaterra y en su reemplazo en la dirección del Seminario de Derecho Penal asumió Julio Zenteno, un hombre eminentemente conciliador.

En ese marco, una personalidad de gran relevancia fue Juan Bustos. Demostró su habitual energía en el rol de secretario de redacción. Pese a su militancia de izquierda y a su decisión de incorporar colaboradores de similar tendencia, mantuvo una actitud de respeto profesional reconocida por todos. Y si hubo tensiones en esa época, ellas no se debieron a tópicos eminentemente político-partidistas. Estas se vincularon con algunos ámbitos específicos como, por ejemplo, en la tendencia a preferir una visión marxista de la historia y tomar cierta distancia de los clásicos del derecho penal, tendencia que manifestaron durante su desempeño un abogado y dos psicólogos contratados en el Seminario de Derecho Penal de la Universidad de Chile para asesorar a los profesores en la preparación de materiales para sus clases. Sin embargo, tanto en la actividad del Instituto como en la de la Revista se dio permanentemente “una actitud de apertura al diálogo y a los acuerdos”[45].

Pese a estas situaciones, entre los penalistas existe consenso de que en el seno del Instituto y de la Revista predominó un buen ambiente de trabajo. Un antecedente clave es que, tal como siempre ocurrió en la historia de esta publicación, los nombramientos de los roles y responsabilidades siempre fueron por consenso. Ello ocurría pese a la fuerte carga política que se observaba en el acontecer diario del país. En palabras de Künsemüller, la actividad profesional en el seno del Instituto se “condujo de manera bastante adecuada, con respeto a las posturas de cada quien y sin desviarnos de nuestros objetivos esenciales”. En el recuerdo de los actores de esos años figura, en pleno mes de marzo de 1973, un Congreso de Derecho Penal con asistencia de abogados argentinos, brasileños y españoles, realizado sin problemas y en un ambiente de gran disposición de todos para colaborar en la tarea común.

Entre enero de 1970 y fines de 1973, circularon nueve ejemplares de la Revista. Tres de ellos se publicaron en el primero de esos años, dando forma al Tomo XXIX. Los restantes fueron seis números semestrales, que conformaron los tomos XXX, XXXI y XXXII.

 

TRAS EL GOLPE DE ESTADO

 

Tras el golpe de Estado de 1973, decayó la actividad en el Instituto y, por ende, en el ritmo de las publicaciones penales[46]. La Revista, dirigida por Francisco Grisolía, tuvo solo una edición en 1974 (Tomo XXXIII), dos ediciones semestrales en 1975 (Tomo XXXIV), nuevamente una en 1976 (Tomo XXXV) y dos semestrales en 1977 (Tomo XXXVI). Cuatro años después, el Tomo XXXVII se publicó con fecha 1978-1981. Y, nuevamente cuatro años más tarde, aparecería el Tomo XXXVIII, con fecha 1982-1986, concluyendo así la “Tercera época”.

Una causa básica de esta crisis estuvo en que muchos de los penalistas más destacados fueron exiliados tras septiembre de 1973: entre ellos, Álvaro Bunster a México, Eduardo Novoa a Venezuela, Juan Bustos a España y Sergio Politoff a Holanda. Y quienes permanecieron en Chile mostraron divisiones, fundamentalmente porque hubo quienes se incorporaron a la nueva administración gubernamental y otros se vincularon con la oposición o se dedicaron a defender causas de derechos humanos. En este escenario, se produce lo que Matus señala como “el fin traumático que, como generación, padeció la Nueva Dogmática Chilena”. Asimismo, los penalistas chilenos sufrieron el decaimiento del debate académico y el deterioro de las relaciones de nuestro país con el exterior. En lo que se refiere a la Revista, el Consejo de Redacción dejó de funcionar con la frecuencia que se había dado en años anteriores. Según comentan algunos de quienes participaron en él, “la mística pareció desaparecer”.

De todos modos, pese a las tensiones de ese tiempo, subsiste el recuerdo de que en el seno de la actividad penalista se mantuvo el respeto profesional. Es sintomático el caso de Jorge Mera. Fue a trabajar al Comité pro Paz tras el golpe, por lo cual lo expulsaron de la Universidad de Chile. Al encontrarse sin empleo, quien se acercó a ayudarlo fue Luis Cousiño Mac Iver –“que era de derecha y, por lo tanto, estaba en las antípodas mías”, recuerda Mera–, otorgándole el cargo remunerado de subdirector de la Revista. El episodio refleja que el ambiente tenso de esos años no alcanzó a deteriorar en lo sustancial el ambiente en el penalismo.

Algunos testigos de la actividad del Instituto en ese tiempo señalan que la propia labor de investigación y colaboración académica se hizo difícil durante algún tiempo, de momento que hubo restricciones a la libertad de reunión. En palabras de Carlos Künsemüller, “se hacía difícil obtener artículos”. La carencia de nuevos textos coincidió, además, con el paulatino mayor costo que implicó imprimir con nuevas tecnologías.

En lo que se refiere al Instituto, Miguel Schweitzer y Francisco Grisolía mantuvieron los respectivos cargos de presidente y secretario que habían ocupado en 1970[47]. El primero de ellos permaneció en ese puesto hasta fines de los años ochenta (en 1990 figura Sergio Yáñez Pérez en esa presidencia), a la vez que fue Ministro de Justicia entre 1975 y 1978.

En este último rol, Schweitzer debió organizar en 1976 una reunión plenaria del Código Penal Tipo para Latinoamérica, en lo que fue un encuentro internacional que tuvo poca significación. La asistencia fue escasa, en obvia congruencia con el relativo aislamiento que por entonces tenía Chile, situación agravada por la inasistencia de connotados penalistas chilenos que estaban exiliados, entre ellos, precisamente Novoa Monreal, impulsor inicial de la actividad.

La labor del Instituto decayó fuertemente, lo que, a juicio de Ortiz Quiroga, “no fue objeto de gran preocupación” por parte de alguna parte de la Directiva, desde donde se trató de evitar que esa institución se transformara en un centro crítico a las autoridades del gobierno de entonces.

Asimismo, en las páginas de las ediciones de la Revista de ese tiempo se hacía evidente el descenso en la actividad académica. Esto era evidente, entre otros hechos, en la muy escasa realización de seminarios o charlas de académicos extranjeros. Actividades como esas habían constituido un orgullo para la entidad, pero en los nuevos tiempos ya no eran posibles.

La ya descrita poca periodicidad de la revista en esos años queda reflejada en las primeras páginas de la primera de las dos ediciones fechadas “1978-1981”. Ese ejemplar circulaba después de cuatro años de suspensión de la Revista. Se señaló en él que para reaparecer fue necesario vencer, “en la medida de nuestras precarias fuerzas, grandes obstáculos”.

Cinco años más tarde vuelve a aparecer la Revista. Se trata de un ejemplar con fecha 1982-1986 y como director figura Sergio Yáñez Pérez, quien se refiere a la reanudación, señalando que se daba inicio a la “Cuarta Época”. “El Instituto de Ciencias Penales nunca ha dejado de estar vivo”, advertía, añadiendo que “nos proponemos realizar cuanto esfuerzo esté a nuestro alcance para regularizar definitivamente el curso de la publicación”. Ese número estuvo dedicado exclusivamente a la Jornada de Psiquiatría y Psicología Forense titulada “La imputabilidad en el sistema penal chileno”.

Sin embargo, hubo solo cinco publicaciones posteriores, como veremos.

En los años ochenta, las universidades sostuvieron un mejor nivel académico, pero la actividad editorial fue perjudicada debido a la opción de muchos abogados por concentrarse en otros desafíos, existentes en esa época de condiciones anómalas. “No eran tiempos para priorizar debates doctrinarios: la represión sin contraste jurídico no era una buena circunstancia para concentrarse en los debates académicos”, expresa el abogado Miguel Soto Piñeiro, colaborador en esos años de Sergio Yáñez. Acompañó a este último en el esfuerzo por revivir la revista, lo que originó los dos números de la “Cuarta Época”.

Las dos ediciones que corresponden a la “Cuarta época” conforman el Tomo IXL. En ellas figuran como “director responsable” tanto Francisco Grisolía como Sergio Yáñez Pérez. La primera de esas publicaciones, según se subraya, fue dedicada “preferentemente a presentar obras de doctrina especialmente escritas para la revista por los profesores José Cerezo Mir, Wolfang Schone y Schuller-Springorum con ocasión de sus respectivas estancias en Chile, invitados por el Instituto de Ciencias Penales”.

 

RETORNO A LA DEMOCRACIA Y LA “QUINTA ÉPOCA”

 

Tras el retorno a la democracia, un nuevo impulso a la Revista lo da la publicación de tres nuevas ediciones. Cada una de ellas fue anual y conformaron los tomos XL (1990-1993), XLI (1994) y XLII (también, 1994).

A lo anterior contribuyó el regreso de los penalistas que estaban en el exilio y el creciente flujo de graduados chilenos que viajaban al exterior, para realizar posgrados. La mayor apertura del país permitió una mejor dinámica y una buena dotación de bibliografía.

Estas publicaciones encarnan un nuevo intento de reanudar la salida a circulación, intento que era esta vez liderado por Juan Bustos, como director, y por Jorge Mera Figueroa, como subdirector, mientras Sergio Bunger figuraba como secretario de redacción. La intención de este equipo era publicar ediciones cuatrimestrales. En la primera de ellas, por vez primera se presenta un texto titulado como “Editorial” y en él se plantea, de modo semejante a como se había hecho en los intentos de reanudación de 1978 y 1982, que “con el presente número se ha iniciado una nueva etapa de la Revista de Ciencias Penales”, añadiéndose que esto “es consecuencia del reinicio de la vida democrática de nuestro país y de la renovación del directorio del Instituto de Ciencias Penales”. Además, expresa que en los años recientes se había producido “un cambio cualitativo en el enfoque de la cuestión criminal”, dejando de predominar en el derecho penal la perspectiva dogmática y retornando con fuerza el planteamiento político criminal”. Se concluye que, así, “al inaugurarse esta etapa de la Revista, toda esta perspectiva y experiencias enriquecedoras de la dogmática acumuladas en el estudio del fenómeno criminal, han de constituir el acervo fundamental desde el cual ha de partir la orientación de la Revista con el objeto de abrir un debate profundo y renovador de nuestro ámbito”. En ese primer número de la “Quinta época” se lee también que el Consejo de Redacción estaba integrado por once abogados, quienes colaboraban en la selección y edición de artículos[48].

La nueva época que vivía el país a comienzos de los años noventa supuso el que la mayor parte de los integrantes del equipo editorial tuviera participación en diversas otras actividades. La vida política y social del momento implicó desafíos nuevos para muchos de ellos. La reinserción en la vida nacional constituía una nueva etapa de la vida de varios otros. Los integrantes del Consejo de Redacción participaban en él sin remuneración y movidos básicamente por la intención de relanzar la revista, que consideraban un buen instrumento para fortalecer el debate académico. Esto significó que se efectuaran reuniones en diferentes oficinas, de acuerdo a lo que permitían las agendas de cada uno de los integrantes, varios de los cuales, como recuerda la abogada María Inés Horvitz, “dedicábamos horas a buscar trabajo para reinsertarnos en Chile tras nuestras permanencias en el extranjero”[49].

En esa etapa, tal comité editorial estaba integrado básicamente por profesionales jóvenes. Algunos fueron incorporados por haber colaborado anteriormente y aceptaban ser nombrados en ella para dar apoyo a Bustos y a Mera. El primero de ellos había regresado en 1990 a Chile, tras su exilio, y entre sus múltiples intereses estaba el de reanudar la aparición de la Revista, para lo cual invitó principalmente a abogados jóvenes. Uno de ellos era María Inés Horvitz, quien fue discípula suya y realizó su tesis doctoral bajo su dirección cuando Bustos era Catedrático de Derecho Penal en la Universidad Autónoma de Barcelona. Ya en Chile trabajaron juntos en investigaciones académicas y en diversas publicaciones, destacando Pena y Estado. Revista Latinoamericana de Política Criminal, cuyos directores fueron Juan Bustos y David Baigún, la que alcanzó a publicar cinco números. En relación con el insuficiente impulso hacia las nuevas ediciones, Mera expresa que en esos años las prioridades del debate público se orientaban hacia otras materias, de manera que los proyectos de publicación en el área penal no tuvieron el soporte necesario. La misma suerte corrió la fundación de la Asociación de Política Criminal, impulsada por Bustos junto a otros académicos, y que pretendía instalar ciertos temas en la agenda pública y promover proyectos de ley, como la reforma penitenciaria.

En cuanto al Instituto, en 1990 se escogió como su presidente a Sergio Yáñez Pérez, como vicepresidente a Alfredo Etcheberry y como secretario ejecutivo a Juan Cárcamo Olmos. Tesorero fue Enrique Cury. Los esfuerzos de estos directivos no tuvieron resultados evidentes y se mantuvo la poca actividad. Yáñez falleció en el cargo, dieciséis años después, siendo reemplazado en ese momento por Alfredo Etcheberry, manteniendo Juan Carlos Cárcamo la Secretaría Ejecutiva.

Los esfuerzos realizados en esa época permitieron la publicación de tres ediciones, todas ellas fechadas en 1994. Luego, se inició una etapa de letargo en el Instituto y en la tarea de producción de la Revista.

Por otra parte, la entrada en vigencia de la Reforma Procesal Penal el año 2000 implicó que el Instituto dejara de percibir recursos provenientes de remates, situación que tuvo como consecuencia el cese del funcionamiento de la sede, así como el traslado de la biblioteca al Centro de Estudios de Derecho del Campus Santiago de la Universidad de Talca. En tanto, el mantenimiento de la oficina ubicada en Huérfanos 1147 enfrentó una coyuntura financiera compleja, que durante algún tiempo impidió su empleo efectivo.

 

LA “SEXTA ÉPOCA”: EL PRESENTE

 

Ese período de virtual inactividad se extenderá, finalmente, por casi dos décadas, hasta que a partir de 2011 se renovaran los Directorios del Instituto, observándose desde entonces un paulatino incremento de actividades, a la vez que una progresiva superación del histórico déficit financiero. Primero bajo la presidencia de Enrique Cury y luego de Luis Ortiz Quiroga, con la colaboración de Francisco Maldonado y posteriormente de Fernando Londoño como secretarios ejecutivos del Instituto, éste retomaría algunos de sus cometidos tradicionales. El déficit financiero se subsanaría completamente, se inauguraría un ciclo de conferencias anuales, en Santiago y regiones, a cargo de José Luis Guzmán, se retomaría una incipiente actividad de colaboración en proyectos de ley de interés penal, se relanzaría el tradicional premio Pedro Ortiz Muñoz para fomentar y celebrar la creación monográfica de jóvenes penalistas residentes en Chile y, en fin, se crearía un sitio web del Instituto, para favorecer la comunicación con sus socios. En este contexto, decisiva sería la activa participación de directores como Claudia Cárdenas, Raúl Carnevali, Alfredo Etcheberry, José Luis Guzmán, Héctor Hernández, Carlos Künsemüller, Juan Pablo Mañalich, Jean Pierre Matus, Magdelana Ossandón y Juan Ignacio Piña, por mencionar a algunos de los más involucrados en la vida del Instituto en el lustro que comienza en 2011[50].

Los tiempos estaban maduros entonces como para considerar la publicación de la Revista de Ciencias Penales. Para concretarlo, al Directorio 2013-2015 encabezado por Luis Ortiz le pareció oportuno unir esfuerzos con un destacado equipo que publicaba por entonces la Revista Chilena de Derecho y Ciencias Penales. Ésta había lanzado a circulación dos volúmenes, en 2012 y 2013. Dirigida por Jean Pierre Matus y con Jaime Winter como Secretario de Redacción, aquella revista buscaba colmar el vacío provocado por la desaparición de la Revista de Ciencias Penales. El joint venture propuesto sería bienvenido por ambs partes, de manera que, manteniéndose para un primer período el equipo editorial original, y sumando a ellos nuevos integrantes del Instituto, se daría curso al nuevo proyecto. Se abriría así la “Sexta época” de la Revista de Ciencias Penales, edición trimestral que procura mantener fielmente las secciones y características de las épocas anteriores, con una especial vocación favorecedora del diálogo entre la praxis y la academia. A la fecha de cierre de esta nota, la Sexta época contaba ya con