Sobre "El antiliberalismo en el Derecho penal" de Francisco Muñoz Conde
SOBRE
“EL ANTILIBERALISMO EN EL DERECHO PENAL”
DE FRANCISCO MUÑOZ CONDE
(Prólogo de Jaime Couso Salas, Universidad Diego Portales,
Santiago de Chile, 2024, 277 páginas).
Editorial de noviembre de 2024
1. “El antiliberalismo en el Derecho penal”, cuidadosamente editado por la Universidad Diego Portales con ocasión de su investidura como doctor honoris causa, es el último libro del profesor Francisco Muñoz Conde, antiguo amigo de Chile y de los penalistas chilenos.
Personalmente, tomé primer contacto con la obra del autor mientras cursaba los estudios de licenciatura en Valparaíso, allá por la primera mitad de los años ochenta del pasado siglo. Los jóvenes no tienen la menor idea del ambiente de oscurantismo que se había enseñoreado de la comunidad nacional, de cómo la única cultura reconocida era la oficial del régimen, del estado anémico de las librerías, donde sólo se podía conseguir libros que habían superado la censura de las autoridades. Por supuesto, la de entonces tampoco era verdadera cultura. Como apunta Albert Camus en su discurso España y la cultura, la cultura auténtica vive de verdades y muere de mentiras, mora lejos de los palacios de gobierno, de las cárceles y el exilio, y tiene su sociedad entre hombres creadores que sirven únicamente a la libertad[1]. En aquellos años era prácticamente imposible acceder en las librerías a textos de política criminal u obras jurídicas que se apartasen del monocorde tono gris de la ideología de los militares y sus intelectuales. Con mucha suerte podíamos adquirir algún volumen de Derecho penal argentino o español, pero siempre de corte dogmático, de esa dogmática valorativamente neutral grata a los regímenes autoritarios, cualquiera que fuere su signo.
En tales circunstancias, los libros de Muñoz Conde que me fue dado leer fueron sólo dos: la tesis doctoral sobre el delito de alzamiento de bienes y la Parte especial del Derecho penal español, tercera edición (1980). Dado que no estaban a disposición en los despoblados estantes de las librerías, mi maestro, Manuel de Rivacoba y Rivacoba (1925-2000), consiguió importarlos para la biblioteca de la Facultad de Derecho de la Universidad de Vaparaíso. Quedé muy impresionado al estudiarlos, no tanto por el rigor metodológico de la monografía y el sistema ofrecido por el grueso manual, sino porque sus páginas proporcionaban un antídoto contra la ciencia jurídica aséptica, que en esos años era la única enseñada en las aulas universitarias. La exposición de los delitos en particular del profesor sevillano contrastaba con la docencia que debíamos sufrir los alumnos, salvas rarísimas excepciones de algunos profesores asimismo excepcionales. Por lo demás, la Parte especial es el hueso más duro de roer en trance de substituir in toto un Código penal, de lo que son prueba el infructuoso proceso de recodificación en Alemania e Italia, y la suerte que estaba reservada al Código español de 1995, aprobado en circunstancias políticamente muy extrañas, cuya oscilación explica el incesante alud de reformas que sobrevendrían pronto, las que han convertido un documento legislativo que pretendía mirar hacia el futuro, antes que saldar cuentas con el pasado —como la reforma alemana de 1975—, en un amasijo irreconocible de títulos, capítulos y artículos[2]. La razón de la dificultad político-criminal de mudar el catálogo de delitos de un país está al alcance del conocedor de las íntimas relaciones del Derecho penal con la política. Si la Parte general está regida por principios cuyo carácter depende de la orientación del Derecho político del Estado, la especial es un trasunto del sistema axiológico en que descansa dicha orientación, de aspiraciones valorativas traducidas en bienes jurídicos, intereses sociales que pugnan por obtener reconocimiento y sanción frente a los ataques más graves.
Muñoz Conde construyó su Parte especial según el concepto de bien jurídico, mas no uno cualquiera de los muchos en que abunda la dogmática del siglo XX, incluyendo los períodos más tenebrosos. Para él, los bienes jurídicos merecedores de consideración penal son los propios de un Estado social de Derecho, así como intentó configurarlo la Constitución del Reino de España en 1978 tras la experiencia retrógrada de Franco, figura de principalísima referencia para sus homólogos chilenos de los setenta. En Chile no podíamos siquiera soñar con una meta parecida, porque tampoco gozábamos de un Estado de Derecho a secas, y de alguna manera seguimos en ayunas, si es verdad que el país carece de una Constitución digna de este nombre, esto es, fruto de la soberanía popular. Muñoz Conde, consciente de que la Constitución era todavía un programa por realizar efectivamente en la legislación y proyectar en el tejido social, se prodigó en comparaciones del viejo Código penal de España con exigencias político-criminales consonantes con el Estado constitucional de Derecho, la promoción de las libertades del individuo y el desarrollo de una organización social incluyente, respetuosa de la dignidad de las personas, especialmente las desfavorecidas, que son también el sólito paciente de los juicios penales y la actividad policial.
2. El presente libro da un paso en el mismo sentido anunuciado en los primeros trabajos científicos del autor. Pero ahora no se trata de la relación entre el Derecho penal como norma y la política. Esta monografía versa de las implicaciones de la política en el Derecho penal como ciencia o saber sistemático.
Las dos partes iniciales personifican la dogmática en vistosos prohombres de la ciencia penal alemana e italiana antes, durante y después del totalitarismo nacionalsocialista y fascista. El autor devela la interesada quimera de que pudiera haber algo así como una ciencia penal valorativamente neutra, capaz de elaborar racionalmente cualquier materia prima que le pongan por delante, como si toda prescripción de conductas fuese por antonomasia norma válida y, aún más, el jurista traicionaría su misión si, tras modelarla conceptualmente, la critica en mérito de consideraciones ajenas a la coherencia lógica o armonía formal.
La tesis del autor reza que las aberraciones de toda clase y envergadura del Derecho penal nazi no componen un episodio extravagante, absurdo, atribuible nada más que al fanatismo de la camarilla gobernante. Nada de eso. Pudieron ocurrir porque, de un lado, existía de mucho antes una línea de pensamiento criminalista proclive a abusar de delincuentes habituales y sujetos rotulados de peligrosos —línea encarnada en Franz von Liszt— y, de otro, en el corazón del penalismo alemán había una vena autoritaria, agresiva contra todo aquello que representase un riesgo para la estructura económico-social heredada de la época guillermina, fenómeno perceptible en la pequeña burguesía descrita por Heinrich Mann en la novela El subdito y en la actitud vital de la alta burguesía pintada por el mismo escritor en El país de la jauja y La cabeza. Estos grupos sociales, tan diferentes y, sin embargo, hermanados por la mentalidad que concibe la disciplina como “autoridad por arriba y obediencia por abajo”, aguardaban el momento y el líder propicios para destilar su veneno sobre el conjunto de la comunidad. El instante llegó en febrero de 1933. A partir de entonces, finos penalistas que forjaron su fama durante la República de Weimar, como Edmund Mezger, y otros que iniciaron sus carreras bajo la protección del águila nazi, cuyo fue el caso de Reinhart Maurach, se quitaron finalmente las caretas y acompañarían gustosos al régimen en la ignominiosa empresa de manipular el Derecho penal para conferir apariencia de licitud a la persecución de disidentes, personas molestas, miembros de etnias odiadas, pueblos considerados inferiores, naciones enteras.
Con bases firmes en la historia contemporánea del país, se comprende que personajes de esta laya consiguieran superar el tímido e imperfecto proceso de desnazificación que vendría tras la derrota militar y que hayan podido proseguir tranquilamente sus carreras universitarias en la República Federal de Alemania. Es más, las condiciones de continuidad del autoritarismo de posguerra respecto de su predecesor prebélico[3], se revelaron de inmediato en los juicios de Nuremberg, sea por los abogados defensores de los reos, algunos de los cuales eran nazis convencidos, sea por catedráticos que apuntalaron las defensas con sesudos informes, como Carl Schmitt y Maurach. La continuidad da cuenta, además, de que todo un piélago de penalistas más o menos propincuos a la ideología nazi disfrutasen de una suerte análoga: Heinrich Henkel, Karl Engisch, Hans Welzel y un luengo etcétera. El verdadero rostro de estos estudiosos pudo ser conocido tiempo después del deceso, cuando investigadores jóvenes se sintieron libres del poder que habían mantenido aquéllos en el sistema universitario, en medio de un clima general que parecía querer despertar de una prolongada amnesia, decir finalmente la verdad en lugar de olvidarla. Recordemos que sin verdad no hay ejercicio de la libertad ni puede florecer la auténtica cultura.
Hemos escrito —en pretérito imperfecto— parecía, porque los ingredientes de continuidad autoritaria llegan hasta nuestros días. Están en la raíz del rebrote de partidos que abrazan cálidamente los lados «buenos» de la satrapía nazi, deseosos de que renazca de sus cenizas gracias al voto de electores desencantados, postergados o desmemoriados. Permiten explicarse, también, ciertas tendencias en la dogmática y política criminal de la hora. Muñoz Conde se ocupa del denominado Derecho penal del enemigo, advertido primero como realidad incipiente en la legislación, después defendido por prestigiosas plumas. Hay que conceder que este remedo de Derecho penal es una presencia inquietante en no pocos ordenamientos. Como todos los ímpetus del autoritarismo punitivo, la falsificación jurídica empezó con los delitos políticos —el temido «terrorismo»—, pero pronto transformaría el estatuto penal y procesal penal de delitos comunísimos, en un sílabo digno de los delitos de lesa majestad. Con variantes de escasa importancia, la secuencia ha sido terrorismo, delitos de estupefacientes, pornografía juvenil, prostitución, femicidio, corrupción pública, asociaciones ilícitas, armas. En Chile, paradigma del Derecho penal del enemigo se hallará en la Ley número 20.000, de 2005, sobre drogas, que infringe cada uno de los principios penales y procesal penales del país, aparte de vejar la soberanía nacional, como evidencia su régimen particular de la conspiración y la extradición.
El proceso vivido en Italia no difiere grandemente del descrito en Alemania, a contrapelo de la opinión, propalada hoy desde el Palacio Chigi por el partido gobernante, según la cual Mussolini no fue malo como Hitler y el pueblo de entonces tampoco quiso, sino que fue obligado a tolerar la legislación antisemita y combatir una guerra contra africanos, yugoeslavos, griegos, franceses, rusos y, finalmente, los angloamericanos. Nada de esto corresponde a la realidad, naturalmente. Sí es efectivo que la pregunta: ¿Pero por qué somos fascistas todavía?, que da título al reciente libro del profesor trentino Francesco Filippi[4], quedaría sin la respuesta condigna si no se retoma los hilos de la madeja política desde la época prefascista, hilos que tejen una red subterránea que atrapa aún a la sociedad y en cuya factura participan hoy animados artesanos juristas, algunos conspicuos.
Muñoz Conde sigue la pista del ovillo en la segunda parte del libro. Aquí emerge el homólogo peninsular de Mezger, Filippo Grispigni, un notable jurista de pensamiento enfeudado en el conceptualismo de Karl Binding, pero que concedió al autoritarismo del profesor sajón unos alcances inusitados, hasta el punto de sostener que sus puntos de vista sobre el Derecho penal del totalitarismo vernáculo eran más coherentes que la política criminal del Mezger al servicio del holocausto nazi. Este segmento de la obra otorga al lector un respiro de alivio cuando evoca dos personajes perseguidos por el «saludo romano»: Marcello Finzi, excelente jurista destituido de su cátedra y obligado a abandonar el país por el hecho de ser judío, y Giuliano Vassalli, quien combatió de joven a camisas negras y uniformes pardos como miembro de la Resistencia y, tras el estabecimiento de la República, dedicaría parte significativa de sus desvelos a la reconstrucción democrática del país. La empresa fue desde el principio obstaculizada por viejos compañeros de correrías del fascismo, los que se habían mimetizado, como sus correligionarios tudescos, en las huestes del partido democristiano. Aprovechándose del miedo a la amenaza soviética, estos individuos entorpecieron la materialización institucional del Estado social de Derecho de la Constitución de 1948 y, por supuesto, se dieron maña para respaldar los intereses de la organización más refractaria a los cambios, hasta que ésta los desmintió con el Concilio Vaticano II. La burda labor de los conversos de última hora fue posibilitada porque Italia tuvo un proceso de desfascistización de opereta, concluido el cual la inmensa mayoría de magistrados, catedráticos, dirigentes administrativos y otros altos cargos públicos nombrados por Mussolini previo juramento de fidelidad al régimen, permanecieron en funciones, es más, escalaron hasta los peldaños superiores de la pirámide pública[5]. Basta pensar que el primer presidente del Tribunal Constitucional, Gaetano Azzariti, había encabezado el Tribunal de la Raza.
3. La tercera y última parte del libro aborda la actualísima cuestión del Derecho penal europeo en la tensión entre garantías liberales y políticas criminales liberticidas.
Identifica el más peligroso antagonista del principio de legalidad de delitos y penas en el populismo, el abuso demagógico del Derecho punitivo por sujetos que proclaman gobernar a favor del pueblo, pero escamoteando que trabajan realmente para proteger sus propios intereses. Tales intereses, en las circunstancias presentes del concierto internacional, corresponden a una minoría de incluidos, no a la mayoría de los ciudadanos, que cuentan solamente como caja electoral y, en lo demás, como materia de descarte, a semejanza de los «extraños a la comunidad» teorizados por los penalistas nazis. Luego, el libro de Muñoz Conde examina más de cerca la relación entre Dogmática penal y Política criminal. Una vez más, pone en guardia a sus lectores ante la dogmática entendida como juego de abalorios, cultivada por puro ejercicio intelectual o goce estético, placer que pudiera ser coronado en el éxtasis de una gramática penal supranacional, inmune a contaminaciones políticas.
Va de suyo que esto es un espejismo. Nada menos que el objeto de la dogmática, el propio Derecho penal, está configurado políticamente. La dogmática no consiste en un afán de autorreproducción para contento de sabios que jamás han salido del gabinete universitario y sólo conocen los vericuetos silenciosos de teorías carentes de vitalidad. Antes bien, respira y se alimenta de principios, que para el penalista español son de cuño político-criminal, los trazados por la Constitución de un Estado social y democrático de Derecho. Una dogmática desatenta a la democracia y el respeto de los derechos fundamentales del hombre, fundada en la conservación de desigualdades sociales y el privilegio de grupos económicamente favorecidos, es apenas la herramienta semi jurídica del ejercicio desnudo del poder, un acto de violencia ejercida por algunos contra el ciudadano privado. Con todo, el fenómeno de la continuidad autoritaria dista de haber desaparecido después del hundimiento de los totalitarismos de mediados del siglo pasado. Muy por el contrario, es una amenaza ingente o ya espantable realidad en Europa, no solamente en ese reino de la arbitrariedad que es la Rusia de Vladimir Putin, país gobernado por antiguos miembros de la policía política de la Unión Soviética[6]. Coincido con el autor en que resulta indigno de un hombre de ciencia que su distanciamiento intelectual del objeto de estudio llegue hasta el punto de aceptar como algo inevitable los dictados de cualquier voluntad normativa, incluso una decididamente adversa a los principios del Estado de Derecho. Francesco Carrara, en el siglo XIX, calificó sin tapujos a esta actitud de scienza schifosa, un saber repugnante.
4. El libro reúne trabajos publicados por el autor durante los últimos lustros. No se trata, pues, de piezas inéditas, pero tampoco quedan inconexas en esta recopilación. Obedecen a una línea de pesquisa uniforme, mitad histórica, mitad actual, en que el pasado de nuestra disciplina reobra sobre su presente, cuyas raíces se hunden en la primera mitad del siglo XX y en decisiones políticas equivocadas que se adoptó en Europa cuando finalmente callaron las armas en abril de 1945.
La continuidad del autoritarismo penal, empero, no se debe únicamente a tales coyunturas. La profesión jurídica es por definición conservadora. El jurista trabaja con normas que aguardan ser aplicadas. Es reacio a abandonar, siquiera a modificar, tradiciones a menudo centenarias cristalizadas en elaboraciones conceptuales sumamente arraigadas. La disposición conservadora, cuyo prototipo es la figura del juez, tiene sus facetas positivas, pues contribuye a la estabilidad institucional. Sin embargo, traiciona también aspectos nocivos: puede avalar poderes ilegítimos, procastinar ad infinitum las políticas de mejora requeridas por realidades de abandono social, servirse del Derecho como pretexto para el despliegue de la fuerza sobre quienes protestan, consciente o inconscientemente, contra un estado de opresión.
También por esto el libro posee especial valor para Chile. Los sucesos de 2019 desnudaron el verdadero principio de los grupos con poder político: gobernar únicamente para sus intereses; el plebiscito de 2020 dejó en evidencia algo que pocos juristas se atreven a confesar públicamente: que el país carece de Constitución; los referendos de 2022 y 2023 revelaron que los poderes políticos del Estado, a semejanza de la experiencia de 1973-1990, perdieron todo contacto con el entramado de la sociedad civil. Estas son condiciones óptimas para el mesianismo, la demagogia y el uso de los medios penales como atizador del odio al prójimo.
Para colmo, Chile no pasó ni de cerca por un proceso de depuración del aparato público después del régimen militar. Esta abstención nos inhabilitó para la rebelión que consiste en el derecho a no mentir. Parafraseando nuevamente a Albert Camus, al no proscribir la violencia y la mentira, características distintivas de la dictadura, nos clausuramos a una moral de la libertad y la verdad. Tenemos que convivir en silencio con asesinos o apologetas del asesinato, en vez de pensar correctamente y decir las cosas por su nombre. Como explica Camus, “no se piensa mal por ser un asesino; se es un asesino porque se piensa mal”[7]. Es indiferente que nuestros malos pensamientos tengan como objeto los inmigrantes sudamericanos de los últimos años o los connacionales que yacen hacinados en las cárceles o son candidatos a sufrir tarde o temprano penas por delitos convencionales.
La dogmática penal aséptica es una manifestación más del perdido derecho a no mentir. Ojalá que no perdamos también el derecho a no tragarnos las mentiras, máxime cuando brotan de labios de gobernantes, parlamentarios o altos magistrados de la República. Es el derecho a rechazar con indignación las trampas tendidas desde arriba al público, el derecho a pensar con nuestra propia Minerva y de enseñar a los jóvenes que no merece el título de jurista quien opina que la libertad de la ciencia viene determinada por la política, no por el Derecho, cuando es exactamente al revés: el Derecho traza los límites de acción a la política. Allende estos límites, no hay Derecho, sino nuda violencia. Al margen de ellos, tampoco existe ciencia, sólo el cultivo de relaciones de poder.
De ahí que el libro de Francisco Muñoz Conde regala a la alicaída memoria chilena páginas refrescantes. En el fondo, nos vermos retratados en una cautivante tragedia, la tragedia irresuelta del ordenamiento constitucional del Estado.
José Luis Guzmán Dalbora*
Director del Instituto de Ciencias Penales.
Profesor titular de Derecho penal y Filosofía moral y jurídica en la Universidad de Valparaíso.
[1] España y la cultura (1952), en su libro recopilatorio El derecho a no mentir. Conferencias y discursos (1936-1958), traducción de Juan Vivanco Gefaell, Debate, Barcelona, 2023, cfr. pág. (145-151) 151.
[2] Véase las apreciaciones al respecto de Francesco Palazzo y Michele Papa, Lezioni di Diritto penale comparato, G. Giappichelli, Torino, 3ª ed., 2013, págs. 70-76 y 162-178.
[3] Kai Ambos, Derecho penal nacionalsocialista. Continuidad y radicalización, prólogo de R. E. Duff y traducción de José R. Béguelin y Leandro A. Dias, Tirant lo Blanch, Valencia, 2020, cfr. págs. 28-45.
[4] Francesco Filippi, Ma perché siamo ancora fascisti? Un conto rimasto aperto, Bollati Boringhieri, Torino, 2020. Significativo es el epígrafe que se lee en página 28, una de las claves de la tesis del libro: “Comunque almeno non siamo nazisti!” (como sea, por lo menos no somos nazis).
[5] Apenas doce profesores universitarios rehusaron jurar devoción al régimen fascista, doce de un total de mil doscientos. En cambio, después de 1945 prácticamente ningún catedrático perdió el puesto por acusaciones de filofascismo. Véanse Giorgio Boatti, Preferirei di no. Le storie dei dodici professori che si opposero a Mussolini, Einaudi, Torino, 2017, pág. 13, y Filippi, op. cit., pág. 73.
[6] Anna Politkovskaja, La Russia di Putin, traducción italiana de Claudia Zonghetti, Adelphi Edizioni, Milano, 2005, especialmente págs. 136-137, en las que se lee que antes que Putin fuese elegido en 2000, muchos decían en Rusia que “el diablo no es tan feo como lo pintan”. Frases que se oye hoy en Alemania, Italia, Holanda, Francia, Polonia, Hungría, etc., y a las que la autora, una periodista asesinada por el gobierno moscovita, hubiera replicado: “Qué pretenden que sea, si viene del KGB soviético”.
[7] La crisis del hombre (1946), en op. cit., pág. (29-47) 41.
* El texto reproduce la versión manuscrita leída por el autor en la ceremonia de presentación de esta obra el martes 5 de noviembre de 2024, en la Facultad de Derecho de la Universidad Diego Portales, Santiago de Chile.