¿Qué hay detrás de la "cabalgata punitiva"? Desde la política de la significación penal al pragmatismo sancionatorio

Javier Wilenmann von Bernath

Profesor de Derecho Penal, Universidad Adolfo Ibáñez


     En una reciente editorial publicada en este blog, el profesor José Luis Guzmán ha mostrado su desazón frente al fenómeno de reformas aceleradas del derecho penal que afecta a nuestro sistema jurídico. La última ley que consideró en su revisión de las modificaciones recientes al Código Penal es la Ley 20.577, un hito en el uso del derecho penal para el combate del crimen organizado. Es probable que esa desazón aumente al observar a la recientemente publicada Ley 21.595 (“Ley de Delitos Económicos”).

     La editorial de José Luis Guzmán pone el acento en un fenómeno cuya ocurrencia actual es evidente. Ella lo valora de modo negativo. Aquí me interesa hacer un ejercicio distinto: preguntarme qué explica, qué imagen del derecho penal se ve expresada y qué oportunidades y problemas se esconden detrás de las dinámicas de comportamiento legislativo ilustradas por la cabalgata de reformas. La tesis central es que la “cabalgata” es expresión de tres fenómenos distintos en su origen, en sus imaginarios y en sus consecuencias. Y que las reacciones de la comunidad académica debieran ser a su vez distintas frente a cada uno de esos tres fenómenos.

    Empecemos por intentar explicar el fenómeno de reforma recurrente y acelerada de la legislación penal. Lo que José Luis Guzmán describe como un fenómeno unívoco esconde, en realidad, al menos tres tendencias de comportamiento político claramente distinguibles que explican los cambios legislativos. Esas tres tendencias dan cuenta de tres fenómenos legislativos que conviven.

    Una primera tendencia expresa una forma de comportamiento político que ya lleva más de 20 años instalada en el país: desde los años 2000 se ha hecho recurrente realizar pequeñas modificaciones de penas o de formulaciones de criminalización para expresar respuesta frente a ciertos fenómenos delictivos (Wilenmann y Gambardella, 2023). Desde los años 2010s, esa forma de comportamiento ha sido, en parte, reemplazada por lo que con Maite Gambardella llamamos “la política de las penas sustitutivas” (politics of probation). Siguiendo otras experiencias, las penas sustitutivas pasaron muy rápidamente de ser instituciones más bien desconocidas (y de aplicación no siempre homogénea) a ser un fenómeno cuya masividad ha sido evidente y a cuyo respecto la legislación ha tomado el hábito de intentar combatir (o aparecer combatiendo). En la política de las penas sustitutivas se ha hecho usual responder con un menú preestablecido, consistente en congelar los marcos penales y excluir ciertos delitos del ámbito de aplicación de la Ley 18.216.

   Pero el mismo fenómeno se expresa también mediante decisiones de criminalización superfluas, pero que asumen una especificación del derecho penal para parecer respondiendo a un fenómeno delictivo. Este es el caso de las modificaciones a la regulación del homicidio calificado por premio o promesa remuneratoria a las que refiere José Luis Guzmán. Lo importante no es que se amplíe el espectro de lo criminalizado, sino que el sistema político aparezca reaccionando frente al fenómeno del sicariato. Nada cambia, por cierto, para el funcionamiento del sistema – lo que ya era delito simplemente lo sigue siendo.

    Una segunda tendencia expresa una forma de comportamiento político todavía más antigua, pero que ha masificado su influencia en los últimos 10 años. Siguiendo una fórmula de Stuart Hall, esta forma de comportamiento puede llamarse “la política de la significación” mediante el derecho penal (Wilenmann, 2018). El fenómeno es designado, a veces, con el concepto de “derecho penal simbólico”. El comportamiento es conocido: grupos humanos constituyen identidad respecto a ciertos símbolos y buscan formas de reforzamiento de la relevancia de esos símbolos mediante la criminalización de conductas que se asumen lo afectan. El derecho penal sirve al reforzamiento de esos símbolos: desde la ya vieja disputa por la criminalización del aborto hasta discusiones sobre discurso de odio participan de esta forma de comportamiento (Kahan, 1999). Pero los símbolos no solo se refuerzan por medio de criminalización de conductas. También lo hacen por medio de normas penales aparentemente superfluas o contradictorias.

    La así llamada Ley Antonia, referida por el profesor Guzmán, es un ejemplo de manual de ese comportamiento. Para la ley, no fue demasiado importante que la técnica legislativa sea propia de un cuento de Borges. Tampoco que sea absolutamente improbable que el así llamado suicidio femicida tenga aplicación del todo y que, de tenerlo, probablemente sea para privilegiar un homicidio. Lo relevante era encontrar un espacio para expresar repulsión frente al caso de Antonia Barra y un espacio para expresar el reconocimiento de una definición de la violencia de género tomada de la Convención de Belém do Pará. El derecho penal es, ante todo, un medio de expresión de significados. Su efecto en cuestiones específicas de imposición de la pena es, en el mejor de los casos, secundario.

    Estos dos primeros fenómenos miran, ante todo, al efecto político que produce la legislación. Por ello, su efecto sobre la ley como texto ordenado y sistemático es irrelevante. Es natural que generen algo de desorden. Su efecto sobre el funcionamiento real del sistema penal es, en el mejor de los casos, secundario. Usualmente, no tienen efectos relevantes. La generación de modificaciones en que unas reformas se solapan encima de otras es un efecto probable de este modo de acción política.

    El tercer fenómeno asume la orientación exactamente contraria. Este puede ser denominado “pragmatismo sancionatorio” o, para seguir los nombres anteriores, la “política de la imposición”. Mientras en el primer fenómeno el derecho penal es, ante todo, un megáfono para obtener réditos políticos y, en el segundo, es un lienzo para hacer declaraciones simbólicas, el tercer fenómeno asume que el derecho penal es, ante todo, una práctica de imposición de sanciones con pretensiones divergentes y que se enfrenta a distintas formas de resistencia que se van revelando con el tiempo. Las reformas penales se producen con el objeto de modificar la práctica sancionatoria y aumentar, con objetivos específicos, su eficacia.

    El pragmatismo sancionatorio (también denominado “instrumentalismo”, por oposición al “legalismo” continental) es dominante en la cultura jurídica norteamericana y, menos intensamente, en la cultura anglosajona en general (Sklansky, 2018). Producto de la influencia de convenciones internacionales originadas en el combate a distintos fenómenos delictivos en el derecho de los Estados Unidos, ese pragmatismo tiene tendencia a ser hegemónico también en el derecho continental penal – con ánimos algo nacionalistas, esto es lo que ha sido designado como “la marcha imperialista americana” del derecho penal.

    Un buen ejemplo de este fenómeno son las Leyes 21.595 y, en mayor medida, 21.577 – antes, también la Ley 21.121. Las dos leyes están vinculadas a paradigmas de respuesta que se han estandarizado en el derecho internacional. En el caso del crimen organizado, las formas de respuestas sancionatorias están establecidas de un modo más o menos estandarizado siguiendo el modelo establecido originalmente en las recomendaciones de GAFI y, luego, en la Convención de Palermo: codificación de las asociaciones criminales (o de la conspiración), imposición de técnicas especiales de investigación tomadas de ella (y de la Ley Modelo de Naciones Unidas), y ampliación del comiso para privarlas de todo soporte. En el caso de la Ley 21.595, la influencia se encuentra en una combinación de modelos nacionales de generación de reglas específicas de determinación de la pena con posibilidad de ser efectivas pese a la ausencia de reincidencia, y el uso del comiso de ganancias y de la cooperación eficaz vinculados al marco de la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción (UNCAC). En general, la adaptación de estos modelos ha tenido lugar por uso de formulaciones tomadas de los Anteproyectos de Código Penal. Los principales agentes que impulsan las reformas han sido, a su vez, unidades administrativas sometidas a evaluaciones por las instituciones ligadas a GAFI, UNCAC o a la Convención de Palermo. Los profesores y (en menor medida) profesoras de derecho penal son ampliamente consultados respecto de este tipo de legislación.

    Para entender la legislación penal reciente, es así crucial ver cómo se distinguen (y conviven) estos tres fenómenos. El pragmatismo sancionatorio asume una imagen del derecho penal que es distinta a la de la política de la significación y a la política punitiva expresiva. Mientras en este último la imagen relevante es la del derecho penal como espacio simbólico de afirmación y en la política punitiva expresiva la generación de la impresión de la reacción, en el pragmatismo sancionatorio domina el anticipo de la generación de efectos sancionatorios en la práctica real del sistema penal para aumentar eficacia. Aunque el legislador puede ciertamente cometer errores en la formulación de las leyes, su corrección técnica es fundamental para conseguir objetivos: la pretensión de imposición sancionatoria depende de su implementación por agentes profesionales. Como su desempeño depende. ante todo. de poder adaptarse a las formas de resistencia imperantes en cada ámbito, el pragmatismo sancionatorio lleva naturalmente a formas de fragmentación regulatoria mucho más intensas que aquellas a las que está acostumbrado el derecho penal tradicional. La Ley 21.577 impone en lo esencial formas de combate e investigación propias de la delincuencia organizada - esa es la consecuencia del modelo Palermo-GAFI sobre el que se asienta. La Ley 21.595 establece guías de determinación de la pena distintas a las del Código Penal – esa es la consecuencia natural del modelo de sentenciamiento específico a organizaciones formales en el que se asienta.

    Solo una nota respecto a los peligros y oportunidades que ofrecen estas tres expresiones del comportamiento actual del sistema legislativo para la comunidad académica penal (y criminológica). El uso del derecho penal como instrumento para obtener réditos políticos con seguridad nos va a acompañar constantemente. La comunidad académica puede hacer poco, salvo tal vez ayudar a evitar que se cometan errores involuntarios y advertir sobre cambios que tengan creíblemente efectos nocivos intensos. La discusión de la ley de usurpaciones es un buen ejemplo de una resistencia que respecto al punto más problemático – el uso absurdo de la técnica de la legítima defensa privilegiada – debiera contar con una voz unívoca en la academia penal. A este respecto, es probable que no haya voces discordantes entre nosotros. El fenómeno probablemente no merece ser pensado demasiado y solo amerita respuestas discretas frente a cada episodio legislativo que se sucede.

    La política de la significación tal vez haya retrocedido algo en el último año, pero es probable que se reencienda con un signo ideológico contrario. Por el comportamiento que tienden a asumir las confrontaciones simbólicas culturales, tampoco es probable que la comunidad académica pueda tener demasiada influencia en ella. Es probable, asimismo, que haya un grado mayor de fragmentación en la orientación a este tipo de política – la evidente dispersión de posiciones respecto a la criminalización del aborto, o la relativa popularidad de las agendas de criminalización de comportamientos sexuales, son demostraciones de ello. En cualquier caso, es probable que entre nosotros esa fragmentación sea tenue. Al igual que respecto del llamado “feminismo carcelario”, la posibilidad de resistir este fenómeno está entregado ante todo a intentar evitar el uso del derecho penal como medio de significación – esa es una tarea que solo pueden cumplir eficazmente quienes no aparezcan como oponentes simbólicos.

    El aspecto más interesante se encuentra, obviamente, en la reacción frente al pragmatismo sancionatorio. A este respecto, asumo que existe una división intensa de opiniones entre los y las penalistas. Frente a necesidades regulativas tan distintas como las que se manifiestan en los distintos ámbitos delictivos, y sujeto a influencias sumamente diversas en todos ellos, mi impresión es que el pragmatismo sancionatorio es inevitable y, correctamente asumido, el único modo adecuado de acercarse al derecho penal actual. Pero esta aseveración sea probablemente controversial entre nosotros. En cualquier caso, pragmáticamente visto, la ilusión de lo general que manifiesta la dogmática penal probablemente no tenga posibilidades de ofrecer un modelo regulatorio creíble del derecho penal en nuestras condiciones actuales y es probable que su resonancia externa sea, además, muy baja. La promesa de la eficacia tiene, en nuestro tiempo, una resonancia cultural mucho mayor. Pero eso no significa que uno no pueda contar con estándares normativos para evaluar cómo debe estar estructurado un derecho penal pragmáticamente sancionatorio. La generación de lineamientos sobre cómo pensar normativamente el diseño de un derecho penal con tendencia a fragmentación es, sin embargo, el tema de otro texto.

     Bibliografía:

     Kahan, D. (1999). The Secret Ambition of Deterrence. Harvard Law Review, 113(2), 413–500.

     Sklansky, D. (2016). The Nature and Function of Prosecutorial Power. The Journal of Criminal Law and Criminology, 106(3), 473–520.

     Wilenmann, J. (2019). Framing Meaning through Criminalization. New Criminal Law Review, 22(1), 3–33.

     Wilenmann, J., & Gambardella, M. (2023). A developmental model of sentencing evolution: The emergence of the politics of probation in Chile. The Howard Journal of Crime and Justice, 62(1), 81–101. Disponible en https://doi.org/10.1111/hojo.12510