La política criminal en el siglo XXI: entre la eficacia y el populismo punitivo

Dr. Javier Sánchez Bernal

Profesor Contratado Doctor de Derecho Penal. Universidad de Salamanca (España)

Miembro del Instituto de Ciencias Penales

 


Para todos aquellos que hemos recibido una formación clásica en Derecho penal, la estabilidad del objeto y la consecuente vocación de permanencia de las normas de este sector del ordenamiento jurídico constituyen pilares imprescindibles, sobre la base irrenunciable del principio de seguridad jurídica, que caracterizan la exégesis de este conjunto normativo. La exigencia de certeza constituye, por tanto, junto a otros principios limitadores del ius puniendi estatal, una condición necesaria para la adecuada configuración y aplicación del Derecho penal en cualquier Estado democrático.

Sin perjuicio de lo anterior, es cierto que la disciplina penal es, tal vez, una de las más sensibles a las demandas sociales y a la evolución en valores de la ciudadanía, en tanto precisamente se le encomienda la tutela de los bienes jurídicos más relevantes frente a los ataques más intolerables a los mismos; es así que la función preventiva del sistema penal, por supuesto, requiere que éste se adapte a las nuevas realidades criminógenas de la sociedad en la que se aplica. En este sentido, forma parte de la soberanía de cada Estado definir la política criminal en su territorio, concretando el marco programático que permita adoptar los criterios y disponer los medios para prevenir la delincuencia y, asimismo, valorar la orientación del Derecho penal vigente y promover las condiciones para su eficacia en el futuro.

Dicho esto, no debemos caer en la falacia de pensar que los legisladores penales nacionales tienen carta blanca a la hora de definir infracciones penales y sus consecuencias jurídicas —delitos y penas, como sintetizaría Cesare Bonesana, marqués de Beccaria— ni tampoco incluso en la eventual labor de modificación de tipos penales o despenalización de conductas. En el mundo globalizado en el que nos encontramos, la influencia de diversas organizaciones internacionales y supranacionales —pensemos en la ONU, la OEA, la OCDE o la Unión Europea, por mencionar algunas—, así como la consecuente necesidad de cumplir con las obligaciones que se derivan de la ratificación, por parte de los Estados, de los diversos Convenios y Tratados Internacionales, se ha convertido en uno de los factores más relevantes que explican la creciente expansión del Derecho penal, singularmente en algunos ámbitos como la delincuencia económica y organizada, la lucha contra la trata de seres humanos y contra la explotación sexual o el combate a la corrupción y el fraude, entre otros.

Esta deriva intervencionista, emanada de los textos internacionales, no debe constituir sin embargo un yugo que amordace la capacidad crítica del legislador nacional en su tarea, específicamente encomendada por los ciudadanos, de adaptar el Derecho interno a los estándares externos: no olvidemos que la mayoría de los instrumentos normativos de las organizaciones antes citadas, cuando requieren la sanción penal de una conducta, determinan el qué, pero supeditan el cómo al marco constitucional y a los principios fundamentales del ordenamiento del país de que se trate.

Como corolario, podría decirse que la saludable estabilidad del Derecho penal no está reñida con la necesidad de adecuar este conjunto normativo a los nuevos tiempos, debiendo exigir al legislador interno que, observando siempre las obligaciones adquiridas por el Estado, proceda a una reflexión sosegada acerca de la mejor fórmula para llevarlo a efecto, respetando siempre criterios de pertinencia, necesidad y proporcionalidad.

Pues bien: es en este último punto donde, en mi opinión, el moderno Derecho penal flaquea. En muchas ocasiones, el poder legislativo aduce exclusivamente las referidas obligaciones internacionales para crear figuras farragosas en su redacción y vacías de lesividad real, producto de un corta-pega sin miramientos que nos sitúa sin remedio en el peligroso ámbito del Derecho penal simbólico. No es infrecuente, por otro lado, que el legislador ponga en marcha la máquina reformadora a golpe de páginas centrales en los periódicos o como consecuencia de la aparición de casos ciertamente graves en noticiarios televisivos en prime time. Esta tendencia, que busca, en primer término, trasladar el mensaje a la sociedad de que se está actuando frente a la alarma social que genera la delincuencia grave y, en segundo lugar, aportar una cierta sensación de seguridad, puede a cambio llevar al sistema hacia el criticado terreno del populismo punitivo.

Valorando ahora el caso de España, y coincidiendo con la opinión de Sánchez Baena (2020: 25-27), en lo que se refiere al actual Derecho penal, el país no es ajeno a la oleada populista —y punitivista, añadiría yo— experimentada por otros sistemas democráticos, existiendo múltiples ejemplos “de cómo el poder político ha utilizado (…) el ius puniendi como herramienta de disuasión ideológica mediante la persecución y castigo”. Esta propensión a la expansión desmesurada del ordenamiento penal ha presentado en consecuencia varios problemas, singularmente: el aumento de tipologías delictivas y el incremento sistemático de penas, la previsión de consecuencias jurídico-penales de constitucionalidad forzada —a modo de ejemplo, refiérase la pena de prisión permanente revisable, prevista desde 2015—, las fallas sistemáticas que se manifiestan en la dispersión de normas y en la dificultad para conocer la lesividad específica de algunas figuras delictivas y la falta de coherencia entre el acervo penal sustantivo y otras instituciones conectadas como el proceso penal o la victimología.

Permítaseme ilustrar el particular con un dato: el actual Código penal español se aprueba con la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, en vigor desde el 24 de mayo de 1996. Desde esa fecha hasta febrero de 2019, el texto había sufrido 29 reformas y desde ese punto hasta la actualidad, ha experimentado otras 19 más.

No afirmo, ya puede comprenderse, que todas las modificaciones hayan sido innecesarias; antes, al contrario, muchas de ellas no sólo responden a criterios de oportunidad, sino que han demostrado sobradamente su efectividad. Sí me parece preocupante —y, en conclusión, es lo que vengo a criticar— el recurso fácil a este sector del ordenamiento jurídico, el cual cuenta con los mecanismos coercitivos más gravosos y que debiera reservarse para los supuestos en que otras disciplinas jurídicas no ofrezcan soluciones menos lesivas para los derechos fundamentales de los individuos y los intereses de las entidades colectivas.

Como última reflexión, y ello probablemente daría espacio a otra controversia penal, creo también que ha llegado el momento de definir el rol de la víctima en el sistema penal. Es evidente que sus derechos y expectativas deben ser especialmente protegidos y que deben ofrecerse respuestas satisfactorias a su situación, pero dudo sinceramente que otorgarle una voz relevante en los procesos de creación de normas penales lleve a buen puerto a la política criminal de un Estado democrático de Derecho.

 

Bibliografía consultada:

DICCIONARIO PANHISPÁNICO DEL ESPAÑOL JURÍDICO: “Voz ‘política criminal’”. Disponible en: https://dpej.rae.es/lema/pol%C3%ADtica-criminal. Fecha de última consulta: 24/04/2023.

LASCURAÍN SÁNCHEZ, Juan Antonio (coord.): Manual de Introducción al Derecho Penal, Madrid: Boletín Oficial del Estado, 2019. Disponible en: https://www.boe.es/biblioteca_juridica/abrir_pdf.php?id=PUB-DP-2019-110. Fecha de última consulta: 24/04/2023.

MUÑOZ CONDE, Francisco y GARCÍA ARÁN, Mercedes: Derecho Penal. Parte General, 9ª ed., revisada y puesta al día conforme a las Leyes Orgánicas 1/2015 y 2/2015, de 30 de marzo, Valencia: Tirant lo Blanch, 2015.

SÁNCHEZ BAENA, Guadalupe: Populismo punitivo. Un análisis acerca de los peligros de aupar la voluntad popular por encima de leyes e instituciones, 2ª ed., Barcelona: Ediciones Deusto, 2020.