¿Existe jurisprudencia penal en Chile?

Juan Pablo Mañalich R.
Departamento de Ciencias Penales
Universidad de Chile

 

El Instituto de Ciencias Penales se volvió a hacer presente en la última edición de nuestras “Jornadas Chilenas” con su ya tradicional mesa de “análisis jurisprudencial”. Usar esta última etiqueta para aludir a la consideración razonada y crítica de algún conjunto de decisiones judiciales presupone que estas admitan ser vistas como “muestras” de jurisprudencia. ¿Pero cabe afirmar que los tribunales chilenos que ejercen jurisdicción en lo penal, y sobre todo aquellos que aún damos en llamar “superiores”, acometen la tarea de articular y fundamentar las decisiones autoritativas que recaen sobre los casos sometidos a su conocimiento de un modo que vuelva apropiada la caracterización de lo que así producen como jurisprudencia?

La respuesta que haya que dar a esta pregunta pasará, crucialmente, por qué debamos entender por “jurisprudencia”, y más precisamente: por cuáles sean las condiciones de cuya satisfacción depende que una praxis judicial se deje entender como jurisprudencial. Este no es el lugar apropiado para intentar responder, de un modo mínimamente fundado, esta última pregunta. Con todo, creo que tendría que ser pacífico que una praxis judicial no puede ser caracterizada como jurisprudencial si al interior de ella no se atribuye fuerza vinculante alguna a lo que llamamos “precedentes”.

Para dar mayor precisión a este aserto, podemos valernos de la diferenciación que, en un importante libro que hace poco más de dos lustros publicara junto con Jorge Mera, Jaime Couso nos propone en lo tocante a los grados que podría exhibir la eficacia vinculante de un precedente, entendido como una decisión judicial previa que funciona como un modelo para decisiones judiciales futuras (Couso y Mera, Precedentes y justicia penal, 2011, p. 48). Así, cabría distinguir cuatro posibilidades, según si los precedentes: (a) son formalmente vinculantes; (b) no siendo formalmente vinculantes, gozan de una fuerza que, en principio, vuelve impugnable una decisión que se aparta sin más de una cierta línea de precedentes; (c) no siendo formalmente vinculantes ni gozando de la fuerza recién descrita, ofrecen un apoyo a la justificación de las decisiones que los invocan; o bien (d) tienen un valor puramente ilustrativo o contextualizador (ibid., pp. 49-53). Sobre esta base, diría que para que estemos ante una práctica de seguimiento de precedentes —y, con ello, ante una auténtica práctica jurisprudencial— es necesario que a aquellos se atribuya alguna fuerza vinculante, en el sentido de la segunda de las cuatro posibilidades recién contrastadas.

Couso da en el clavo, por lo mismo, cuando observa que “[l]o importante es que la práctica de seguir precedentes, en tanto se basa en una cierta normatividad […], convierte al precedente en una razón que apoya la decisión con relativa independencia de la corrección de su contenido” (ibid., p. 55). Y como explica Mera, esto no supone desconocer, en lo absoluto, el “efecto relativo” que el art. 3º del Código Civil atribuye a las sentencias judiciales, que es, sin embargo, lo que erráticamente adujera el pleno de la Corte Suprema, en su acuerdo de 19 de julio de 2002, para desconocer todo carácter vinculante a sus propias determinaciones en lo tocante a la correcta aplicación de la ley penal (ibid., pp. 199 ss., 244 ss.). Pues lo que es estrictamente relativo al respectivo caso es la decisión que a su respecto adopta el tribunal competente, y no, en cambio, las premisas normativas a partir de las cuales un caso así fácticamente configurado haya de ser resuelto.

Couso y Mera ofrecen evidencia concluyente a favor del diagnóstico de que, apenas extinguida la primera década del presente siglo, la Corte Suprema había, hasta entonces, fracasado en el cumplimiento de su tarea de “uniformar la jurisprudencia” en el campo jurídico-penal, a pesar de que el inc. 3º del art. 376 del Código Procesal Penal (“CPP”) le impone ese cometido. Y dado que “puede entenderse derechamente que la uniformación de la jurisprudencia es el seguimiento de precedentes” (ibid., op. cit., p. 103), tendría que ser claro que el fracaso institucional de la corte no es otro que el de no haber contribuido a la consolidación de una práctica de seguimiento de precedentes. Para la explicación de ese fracaso, parece difícil soslayar la relevancia atribuible a la confusión existente en la práctica judicial —y en general en la cultura jurídica chilena— en cuanto a qué es lo que una sentencia judicial decide, cuáles son las consideraciones que constituyen la respectiva ratio decidendi (como algo distinguible de afirmaciones hechas al modo de obiter dicta) y sobre todo, tal como acertadamente lo destaca Mera, la medida en que la pertinencia de la invocación de esa ratio es sensible a la similitud de las circunstancias fácticas constitutivas de los casos en cuestión (ibid., pp. 235 ss., 244 ss.).

Aunque, en congruencia con una regla como la del inc. 3º del art. 376 del CPP, el foco suele quedar puesto en el problema del seguimiento “vertical” de los precedentes extraíbles de las decisiones de la Corte Suprema en cuanto tribunal superior, Couso y Mera también se ocupan del problema de la “autovinculación” de la Corte a sus propias líneas de decisión. Para ello analizan el comportamiento de su segunda sala, durante el periodo de 1995 a 2002, en consideración a cinco “fallos fijadores de doctrina” (referidos a materias diversas) como potenciales marcadores de precedentes (ibid., pp. 116 ss.). Si bien Couso y Mera reconocen la relativa estabilidad con la que la corte se habría atenido a esas cinco líneas de decisión, también reparan en “que para la Sala Penal no sea una práctica regular citar los propios precedentes, incluso en casos en que una nueva decisión aplica textualmente los argumentos de una decisión anterior, al punto de haberse empleado el mismo archivo computacional para no volver a transcribir los considerandos respectivos” (ibid., p. 145). A renglón seguido, Couso y Mera reproducen la hipótesis explicativa ofrecida por un entonces ex relator de la Corte Suprema, por ellos entrevistado, según quien “hay uniformidad entre los miembros de la Sala Penal y no es necesario dejarlo escriturado de una manera tan lata”, en términos tales que, a través del recurso a semejante método de copy paste, ellos irían “dejando una jurisprudencia bien estable” (ibid.).

Con esto empezamos a acercarnos al núcleo del asunto: a lo menos en lo que respecta al comportamiento de su segunda sala, la Corte Suprema se muestra comprometida con un nihilismo argumentativo, que se expresa en arreglos organizativos aparentemente tan triviales como el que acabo de considerar. Una muestra algo más concluyente de ello, aunque conectada con lo anterior, la encontramos en cómo las y los integrantes de la sala se distribuyen la responsabilidad por la redacción de la respectiva sentencia. En algunas ocasiones, esto lleva a que, cuando la decisión no es adoptada por unanimidad, la o el ministro o abogado integrante que suscribe un voto disidente figure, al mismo tiempo, como redactora o redactor de la sentencia obtenida por mayoría. Este proceder, absolutamente naturalizado, da cuenta de la inexistencia de una pretensión de que la presentación de los razonamientos que se entienden determinantes para sustentar la decisión adoptada refleje el punto de vista de quienes convergen en su adopción.

El fenómeno al que acabo de hacer referencia se vio ejemplificado en la ampliamente discutida sentencia de mayoría, de 11 de julio de 2017 (rol Nº 19008-17), por la cual la Corte Suprema revocó una condena por femicidio frustrado, en razón de la pretendida incompatibilidad que la tentativa lato sensu —entendiendo por tal tanto el delito frustrado como la tentativa stricto sensu— exhibiría frente al dolo eventual, a pesar del muy prolijamente fundado voto disidente que, en contra de esa tesis “incompatibilista”, emitiera el entonces ministro Milton Juica (al respecto, Mañalich, “¿Incompatibilidad entre frustración y dolo eventual?”, Revista de Estudios de la Justicia, Nº 27 [2017], pp. 175 ss., 179 ss.), sobre quien recayera, además, la redacción del voto de mayoría. Para lo que aquí interesa, no parece impertinente recordar que, en el considerando 54º de esa misma sentencia de nulidad, la corte sostuvo que la tesis de la incompatibilidad entre tentativa lato sensu y dolo eventual se correspondía con su propia “jurisprudencia constante”.

Dentro del año recién pasado, la Corte tuvo ocasión de pronunciarse, a lo menos en tres ocasiones, sobre el mismo problema. Por sentencia de 17 de febrero de 2021 (rol Nº 134189-20), y por una mayoría de tres integrantes, la sala volvió a tomar posición a favor de la tesis incompatibilista. Pero en su sentencia de 5 de mayo del mismo año (rol Nº 16945-21), y asimismo por una mayoría de tres integrantes, la sala se desvió de su previa línea de decisión, proclamando la compatibilidad entre tentativa lato sensu y dolo eventual. Y este giro se vio ulteriormente corroborado por la sentencia de 22 de septiembre (rol Nº 32986-21), que por una mayoría de cuatro integrantes insistió en la tesis “compatibilista”.

Son muchos los ángulos desde lo cuales cabría evaluar los méritos o deméritos sustantivos de los argumentos esgrimidos en apoyo de cada una de las tres decisiones así respectivamente orientadas (en referencia a la primera de las tres sentencias, pueden consultarse los comentarios ofrecidos por Modolell, “Dolo eventual y delitos de imperfecta realización […]”, Revista de Ciencias Penales, vol. XLVII, 2º semestre [2021]; y por Mañalich y Olave, “Tentativa y dolo eventual […]”, Discusiones, Nº 27 [2021]). Pero aquí me interesa destacar un par de aspectos, a primera vista más pedestres, pero que en definitiva adquieren mayor significación para aquilatar lo que está en juego.

Por un lado, la correspondiente integración de la segunda sala arroja que sólo un miembro de la Corte —a saber: el ministro Llanos— la integró en las tres oportunidades, mostrándose consistentemente a favor de la tesis incompatibilista. Y si bien la consistencia en su respectiva “votación” es reconocible en el comportamiento de aquellos ministros que integraron la sala para dos de los tres pronunciamientos —a saber: el ministro Brito, así como los ministros Dahm y Valderrama— tomando posición a favor de la tesis compatibilista, lo mismo no es predicable del comportamiento de las dos abogadas integrantes que asimismo integraron la sala en dos de las tres oportunidades. Por otro lado, y más importantemente, no deja de ser desconcertante que, con ocasión de la dictación de la segunda de las tres sentencias, la “nueva mayoría” a favor de la tesis compatibilista no haya tematizado en lo absoluto el giro que su pronunciamiento suponía sobre el trasfondo de la tantas veces proclamada “jurisprudencia constante” de la corte a ese mismo respecto.

Couso sugiere que, para explicar la falta de “vocación” de la Corte Suprema por “fijar jurisprudencia para el futuro”, cabría considerar la orientación fundamentalmente “retrospectiva”, y no “prospectiva”, con la que ella resolvería los casos de los que llega a conocer (Couso y Mera, op. cit., p. 294). Me parece, sin embargo, que esa no es la mejor manera de caracterizar el modus operandi de una corte que renuncia a hacerse cargo de justificar sus desviaciones respecto de sus propios “precedentes” —es imposible no usar las comillas al decir esto—, sin siquiera hacer reconocible que tiene consciencia de estar haciéndolo. Una corte que opera de este modo muestra, más bien, una orientación puramente anecdótica frente a lo que está llamada a resolver. Y es imposible que una corte así orientada pueda uniformar una práctica judicial que, en tal medida, pudiera ameritar ser llamada “jurisprudencial”.

Por ello, el problema no es, meramente, que en Chile actualmente no exista tal cosa como una “jurisprudencia penal”. El problema es que ella no podrá existir mientras tengamos la Corte Suprema que, por el momento, tenemos.